domingo, 10 de enero de 2010


II

Como una niña.


Había caído la noche, había caído derrepente. No estaba helada, más bien tenía la temperatura adecuada para poder apreciarla sin congelarse y tener que entrar por más abrigo y menos noche.

Respiró profundo, tan profundo que sintió que casi se llevó todas las estrellas en un respiro. Olía algo extraño, luego de intentar identificar el raro aroma varias veces, la quinta vez lo logró, era un merenjunge de olores, que por cierto le agradaba, era el olor de su perro, del cigarro que fumaba, de la comida de la tarde, de las flores que había traído su madre hace unos días, y del perfume de quién solía hacerle compañía, pero el último olor no estaba en el aire, al parecer estaba pegado a su nariz, estaba en sus manos, en su pelo, impregnado por todas partes, nada lo opacaba.
Acabó su cigarro pensando en lo libre que era, en todas las horas que quedaban en su vida (casi infinitas), todas las tardes, mañanas y noches que tenía por delante, para ser feliz.
Estaba feliz de ser quién quería ser, estaba feliz de conservar bajo su cama una maquina de escribir que aún funcionaba para ella, de saber apreciar la hora de la comida, de tener tiempo para disfrutar una película y escribir cuentos para niños, de conservar fotografías de su juventud, de seguir visitando a su amiga del colegio, de tener una mascota y un lindo y casero jardín, de poder comer helado tranquilamente como una niña sin nunca haber pensado en calorías o azúcar o en que es demasiado tarde, de ir sin apuro, de tener a su lado a quién siempre quiso tener. Cuantas cosas había pensado en un solo cigarro.

Entró porque se le había ocurrido una brillante idea, llenaría la tina hasta arriba y sumergiría su cuerpo por horas, hasta quedar arrugada como una abuelita, buscó chocolate y por suerte encontró una barra, preparó la tina, puso música y se hundió en el agua calientita, cantó y chapotió con sus pies, se salió cuando estaba lo suficientemente arrugada como para poder decirle a su hermana en la rutinaria llamada de cada mañana que había estado bañándose hasta quedar como una pasa como cuando eran niñas.

Durmió placidamente esa noche, una linda noche, antecediendo un gran día.

Se levantó y luego de desayunar, de dar comida a su perro, de hablar con su hermana, de ponerse bonita, tomó su bolso, tomó su cámara, unas cuentas monedas y subió a su bicicleta, silbó cada cuadra como una niña, hasta llegar a la estación donde de vuelta de un largo viaje venia el hombre responsable del olor en su nariz, tan sencillo y abrazable como siempre.

Caminaron a casa y rieron por estar juntos otra vez. Había tanto por contar.

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